sábado, 7 de noviembre de 2009

8 de Noviembre DOMINGO XXXII DEL T.O.

Para esos días conviene tener muy presente evangelios como el de este domingo que nos habla de un pequeño detalle que en la vida diaria ayuda a construir una vida cristiana de las de verdad. Porque en la vida podemos vivir tan centrados en nosotros mismos y en nuestras necesidades y problemas que se nos olvide mirar a los demás, a los que nos rodean. Colocados en esa perspectiva las cosas que tenemos a nuestro alcance se convierten en recursos necesarios e imprescindibles para nuestra propia supervivencia. Las manos se nos vuelven herramientas que agarran y guardan en nuestros almacenes como pequeñas o grandes palas excavadoras que barren hacia sí mismas todo lo que encuentran. Es toda una actitud vital.

El núcleo del mensaje del Evangelio nos viene a decir que no hay otra forma de vivir en plenitud que en esa relación generosa y de entrega con los que nos rodean. Ser persona es tener las manos abiertas para saludar, para compartir, para dialogar, para dar, para confiar. Cerrar el puño, acaparar, barrer para casa es volver a una situación prehumana, es volver a las cavernas, es dejar que lo más animal de nosotros triunfe.

Compartir, dar con generosidad, es toda una forma de vivir que nos hace incluso más felices. Pienso ahora en esas veces que se reúne un grupo de personas para comer juntos. Cada uno decide hacer su pequeña aportación. Al final, aunque siempre hay algunas personas que no llevan nada, siempre sobra, hay comida en abundancia. Se ha producido el milagro. Al compartir es como si los bienes se multiplicasen.

¿No será que siendo un poco más generosos solucionaríamos muchos de los problemas de nuestro mundo? Generosos con la comida, generosos con los bienes, generosos con el perdón, generosos con la misericordia, generosos con la amistad. Manos abiertas y no puños cerrados. Toda una forma de vivir en cristiano.


Lectura: 1º de los Reyes 17,10-16

En aquellos días, el profeta Elías se puso en camino hacia Sarepta, y, al llegar a la puerta de la ciudad, encontró allí una viuda que recogía leña. La llamó y le dijo: «Por favor, tráeme un poco de agua en un jarro para que beba.»
Mientras iba a buscarla, le gritó: «Por favor, tráeme también en la mano un trozo de pan.»
Respondió ella: «Te juro por el Señor, tu Dios, que no tengo ni pan; me queda sólo un puñado de harina en el cántaro y un poco de aceite en la alcuza. Ya ves que estaba recogiendo un poco de leña. Voy a hacer un pan para mí y para mi hijo; nos lo comeremos y luego moriremos.»
Respondió Elías: «No temas. Anda, prepáralo como has dicho, pero primero hazme a mí un panecillo y tráemelo; para ti y para tu hijo lo harás después.

Porque así dice el Señor, Dios de Israel: "La orza de harina no se vaciará, la alcuza de aceite no se agotará, hasta el día en que el Señor envíe la lluvia sobre la tierra."»

Ella se fue, hizo lo que le había dicho Elías, y comieron él, ella y su hijo. Ni la orza de harina se vació, ni la alcuza de aceite se agotó, como lo había dicho el Señor por medio de Elías. Palabra de Dios


Lectura: a los Hebreos 9,24-28

Cristo ha entrado no en un santuario construido por hombres imagen del auténtico, sino en el mismo cielo, para ponerse ante Dios, intercediendo por nosotros. Tampoco se ofrece a sí mismo muchas veces como el sumo sacerdote, que entraba en el santuario todos los años y ofrecía sangre ajena; si hubiese sido así, tendría que haber padecido muchas veces, desde el principio del mundo. De hecho, él se ha manifestado una sola vez, al final de la historia, para destruir el pecado con el sacrificio de sí mismo. Por cuanto el destino de los hombres es morir una sola vez. Y después de la muerte, el juicio. De la misma manera, Cristo se ha ofrecido una sola vez para quitar los pecados de todos. La segunda vez aparecerá, sin ninguna relación al pecado, a los que lo esperan, para salvarlos Palabra de Dios


Lectura del santo evangelio según san Marcos 12,38-44

En aquel tiempo, entre lo que enseñaba Jesús a la gente, dijo: «¡Cuidado con los escribas! Les encanta pasearse con amplio ropaje y que les hagan reverencias en la plaza, buscan los asientos de honor en las sinagogas y los primeros puestos en los banquetes; y devoran los bienes de las viudas, con pretexto de largos rezos. Éstos recibirán una sentencia más rigurosa.»

Estando Jesús sentado enfrente del arca de las ofrendas, observaba a la gente que iba echando dinero; muchos ricos echaban en cantidad; se acercó una viuda pobre y echó dos reales. Llamando a sus discípulos, les dijo: «Os aseguro que esa pobre viuda ha echado en el arca de las ofrendas más que nadie. Porque los demás han echado de lo que les sobra, pero ésta, que pasa necesidad, ha echado todo lo que tenía para vivir.» Palabra del Señor

Un padre, un hermano, un amigo

Llevo poco más de cuarenta años de sacerdocio. Cronológicamente tengo ya una cierta edad, lo reconozco (¿cómo no?). En el espíritu -te seré sincero-, me siento todavía más bien joven (sin exagerar...), quizás porque frecuento mucho el ambiente estudiantil. Te voy a manifestar una serie de sentimientos que experimento y he experimentado, y sobre los que he reflexionado infinidad de veces. Y te los voy a contar sin tapujos, porque ya sé que es así que los jóvenes queréis que os hablemos los “mayores”. A este propósito, recuerdo la frase que me soltó a bocajarro un muchacho en una reunión, cuando yo estaba todavía estudiando: “Pepe, no nos hables de lo que estudias, ¡háblanos de lo que vives!”. Pues, ahí va.

Ya sé que ser sacerdote hoy día en nuestra sociedad no está de moda, y que hay quienes te evitan o desprecian porque lo eres.

¿Si me he arrepentido de veras alguna vez de ser sacerdote? Pues, la verdad, permíteme que te diga honestamente: no. Lo cual no quiere decir que haya sido siempre fácil, ni mucho menos. Si siempre brillara el sol o siempre lloviera, no habría cosecha; se necesitan ambas cosas alternándose. ¿Cuál es o ha sido el mayor sacrificio? Varios. Sin embargo, el mayor sacrificio quizás haya sido el de los hijos y los nietos (aunque sólo Dios sabe lo que hubiera sucedido...); pero, eso me ha servido mucho para considerar y tratar a no pocos como a hijos míos, en el mejor sentido de la palabra: ¡qué experiencia tan profunda, incluso humanamente, ver que hay quienes te consideran como a su verdadero “padre” para ciertos aspectos o momentos importantes de su vida! Y te podría contar tantos casos... Es un poco aquello del ciento por uno (Mt 19, 29).

¿Qué es lo más sublime del sacerdocio? El hecho de ser en alguna medida el “otro de Cristo” para los demás, cuando les anuncias la Palabra, cuando celebras los Sacramentos, cuando tratas de dar un buen consejo sin perderte por las ramas ni pedir imposibles... Y, desde el punto de vista humano, un compañero sencillo, cordial, el amigo del que te puedes fiar sin más porque por ti daría la vida (Jn 15, 13-14) y, dentro de lo que cabe, competente en lo que se refiere a la vida y a la fe. Eso es el sacerdote: un padre, un hermano, un amigo. Como lo era Cristo. El sacerdote, efectivamente, no es un guardia civil o un policía, ni un juez que sentencia; sino un hombre entre los hombres, un cristiano entre cristianos, que necesita -como todos- el contacto humano con los demás y el testimonio de fe de los creyentes, porque no es ni un ángel ni una piedra (Hb 5, 1-4); pero, al mismo tiempo, llamado a ser, como su Maestro: “el hombre para los demás”; alguien cuya misión es escuchar y perdonar, acompañar, animar, felicitar..., dispuesto siempre, como Jesús, a lavar los pies (Jn 13, 2-15), consciente de que no está ahí para ser servido, sino para servir y dar la vida (Mt 20, 26-28; 23, 8-12); tierra de encuentro y tierra de paso: uno que acoge siempre (“El que venga a mi, yo no lo echaré fuera”, Jn 6, 37) y señala el camino justo: “Haced lo que Él os diga” (Jn 2, 5). Hombre de esperanza y serena alegría, no ingenuo sino bueno, confiado y confidente, mensajero de un mundo más fraterno, que se da a todos sin pertenecer a nadie en exclusiva, que goza haciendo el bien sin mirar a quién, más feliz en dar que en recibir (He 20, 35; Rom 12, 8; 2Cor 9, 7); que trata de vivir de manera que un día puedan cumplirse en él los versos de un sacerdote poeta (J. L. De la Torre): “Al final del camino / sólo me dirán: / ¿Has amado? / Y yo no diré nada, / abriré mis manos vacías / y mi corazón / lleno de nombres”. El sacerdote es, además, uno que tiene el privilegio de ser continuamente enriquecido por los otros -santos, tibios o pecadores que sean-, porque la confianza con que a veces las personas se te abren simplemente “porque eres sacerdote”, y te piden que les acojas con comprensión y misericordia, que les perdones en nombre de Dios, que les digas una palabra de ánimo o de consuelo..., es algo que no tiene precio, inmerecible, algo que no es fácil de encontrar en nuestro mundo, porque la intimidad no se puede exigir ni merecer, pero te la pueden regalar: ¡el regalo más grande que una persona puede hacer a otra! Qué inmensa alegría cuando al final de un encuentro alguien te da a entender o te dice claramente: “Gracias, porque ése era un peso que llevaba dentro y del que no me había atrevido a hablar nunca con nadie...”. Y esto sucede no sólo con jóvenes o adultos; no hace mucho me pasó con una persona de noventa años (¡!): si hubiera esperado un poco más quizás se hubiera llevado hasta la tumba su doloroso secreto... Es entonces que uno saca la cuenta: ¡valían la pena todos los sacrificios para poder llegar a eso!

En fin, te confieso humildemente y consciente de mis fragilidades y contradicciones (porque también yo soy pecador y necesito confesarme, ¡cuántas veces no hago lo que predico porque el pecado habita en mí! [Mt 23, 1-4; Rom 7, 14-25]), confieso -repito- que ser sacerdote -digan lo que digan quienes no lo viven- es hoy día, como lo ha sido y lo será siempre, algo grande, grande, ¡grande!...


RECUERDA.

La colecta del Domingo próximo será para colaborar con la Iglesia Diocesana

(con aquellos que están más necesitados que nosotros).

¡¡¡¡CON NOSOTROS TAMBIÉN COLABORARON!!!

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